Marta se mudó a mi
edificio el 15 de abril de 1992.
Un 15 de abril
nublado, de esos en los que el sol se ha perdido y el cielo llora porque tiene
frío. De esos de entrar a tu nueva vida con un portazo y que se caigan los
cuadros que no pensabas tener.
Y yo, que aún no
había visto a Marta la imaginé equilibrista por su caminar resuelto sobre el
parqué. Todo se oía. Y Marta era princesa, por las mañanas. Marta era pirata o florista.
Y se acostaba astronauta por cómo bajaba la luna a mirarla dormir.
El suelo crujía unos
buenos días de cacerolas y platos rotos. Aquella fue la primera vez que la
escuché reír. Su risa era suave y deliciosa. Si los ángeles existieran deberían
reír como lo hace Marta.
Un día Marta bajó a
pedir sal. Y reímos juntos. Con la espontaneidad del descansillo, a capela.
Como ríen los niños pequeños que no necesitan juguetes para poderse divertir.
Un día Marta bajó a
pedirme prestado un martillo. Y acabamos hablando del mar. Hablamos de caminos
por recorrer, de dejarse sorprender. De vivir en un castillo. Hablaron por
nosotros los mundos, mientras nos mirábamos. Pero qué mirar más bonito.
Un día Marta bajó a
pedir café, y se quedó a dormir en mi piso.
Marta se mudó a mi
vida el 5 de mayo de 1992, y todavía
vive aquí.
Este es mio.
ResponderEliminarY la sonrisa también (:
EliminarLa bonita no es Marta. Ni que se mudara en 1992. Lo bonito es que, después de tanto tiempo, todavía alguien la vea así y sea capaz de escribir esto.
ResponderEliminar[Desconozco si esto es real o es simple ficción. Pero espero que la intención de mi comentario sea clara y se haya quedado. Como Marta.]
M.