Estimado lector (de guías de viaje)







Perú se mueve en microbuses de los años setenta que quizá no conserven ninguna pieza original. Monstruos de Frankestein de chapa y neumático. Los llaman micros. Hay un cobrador aferrado a la puerta de cada micro arengando a la gente para que se suba. Tienen rutas fijas, pero las paradas son libres. Y los conductores compiten por los clientes en su ruta, adelantándose. Acelerando.

Cuesta un sol con setenta ir de Trujillo a Huacacho en micro. Si tienes suerte puede salirte a uno cincuenta. Se tarda algo así como media hora y huele a bullicio. Huele a mar según te acercas a la playa. A caramelo y sudor. Huele a fruta. Rompen las olas cuando llegas y quema el viento.

Eso, no lo cuentan las guías de viaje.

Cuesta cien soles ir de Cuzco a Lima en autobús, y si llevas la cuenta se tarda veintidós horas. Si no la llevas, también. Si cuentas los escalones que suben a Machu Picchu desde la base de la montaña pasarás los dos mil. Aprieta el aire al subir y después te lo quita. Hay jengas sobre las mesas de los bares en Aguascalientes y puedes comprar una cuzqueña de litro por unos ocho soles. Si te preguntan cuál: la de trigo. El mejor ceviche de Perú se toma en el salón de la casa de Lucho, hasta que pueda abrir el restaurante en su garaje. En abril lo tendrá listo. En abril hará 5 meses que el Callao está declarado en estado de emergencia si nadie lo para antes. Los taxistas en Cuzco te pueden conseguir droga, y los hay en otras ciudades que pueden conseguir que te maten. El mejor conductor de buggies de Huacachina es Alfredo, y los demás vuelcan intentando seguirle por las dunas que son colosos que son verbigracias. Se pueden regatear más de cien dólares el sobrevolar las líneas de Nazca, si se habla rápido y bajito, y no se tiene carnet de estudiante. Hay vistas del suelo que se anidan en el estómago. Hay flores de colores en la plaza de armas de Cajamarca, tiemblan los cielos por las noches. Venden, cuatro cuadras más allá, un keke que dicen que salva vidas. Las tenderas del mercado de Trujillo te llaman “guapo” para que les compres zumos, aunque tú ya se los quisieras comprar de antes. Y allí cerca hay una casa que es un palacio, por las personas que viven dentro. He visto llorar de felicidad: no hacen falta cuatro mil metros de altura para que cueste respirar, sobre todo si eres de carne y hueso.

Y, todo eso, no lo cuentan las guías de viaje.

Pero tampoco cuentan nada sobre la amistad que cruza fronteras y mares y mueve montañas y bosques y selvas. Sobre la amistad que no entiende de ausentes. No dicen nada. Ni de maletas llenas y mochilas llenas y, más que nada el pecho, lleno. De todo eso no tienen ni puta idea las guías de viaje.


Y no saben lo que se pierden. 









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