Ciento cuarenta y uno, quinto A








La casa de mis abuelos olía a sopa recién hecha. A sopa recién hecha y a domingos de otoño. A crucigramas autodefinitivos. Sabía a jamón serrano y estaba pintada de carboncillo. Estaba pintada de águilas de papel y periódicos teleinvisibles. Respiraba cálida, a madera y punto. Miraba inteligente, con dos pares de ojos azules y cuatro pares de manos infinitas; abrazaba.

Y nunca ha dejado de hacerlo. 

Aún después de los hospitales y los pasillos blancos y las navidades negras y las luces secas, aún después de los condicionales y las frases hechas y los hechos queja; y de los muebles de madera y después del brasero, aún.

Después de los dos pares de ojos azules y los cuatro pares de manos infinitas.
Sigue abrazando lo mismo, 
                               aunque ahora duela.






3 comentarios:

  1. Es de las cosas más bonitas y que más me han transmitido (que es lo importante, al final) que he leído en bastante tiempo, pese a las circunstancias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Carla, de verdad. Hay mucho de mí en ese texto. Muchísimo.

      Eliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar