La casa de mis abuelos olía a sopa recién hecha. A sopa recién hecha y a domingos de otoño. A crucigramas autodefinitivos. Sabía a jamón serrano y estaba pintada de carboncillo. Estaba pintada de águilas de papel y periódicos teleinvisibles. Respiraba cálida, a madera y punto. Miraba inteligente, con dos pares de ojos azules y cuatro pares de manos infinitas; abrazaba.
Y nunca ha dejado de hacerlo.
Aún después de los hospitales y los pasillos blancos y las navidades negras y las luces secas, aún después de los condicionales y las frases hechas y los hechos queja; y de los muebles de madera y después del brasero, aún.
Después de los dos pares de ojos azules y los cuatro pares de manos infinitas.
Sigue abrazando lo mismo,
aunque ahora duela.
Y nunca ha dejado de hacerlo.
Aún después de los hospitales y los pasillos blancos y las navidades negras y las luces secas, aún después de los condicionales y las frases hechas y los hechos queja; y de los muebles de madera y después del brasero, aún.
Después de los dos pares de ojos azules y los cuatro pares de manos infinitas.
Sigue abrazando lo mismo,
aunque ahora duela.
Es de las cosas más bonitas y que más me han transmitido (que es lo importante, al final) que he leído en bastante tiempo, pese a las circunstancias.
ResponderEliminarGracias, Carla, de verdad. Hay mucho de mí en ese texto. Muchísimo.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar